Cuando el podio se convierte
en escaparate para la impunidad
En el escenario internacional,
el aplauso a menudo sustituye al escrutinio. Allí, hasta los regímenes más
oscuros buscan el brillo del oro para ocultar el barro de sus abusos.
La presencia de Estados como
Israel en los grandes eventos deportivos y culturales no es casualidad ni
coincidencia. Es estrategia. Una operación de lavado de imagen que tiene nombre
propio: sportwashing. Mientras sus atletas compiten por medallas,
algunos gobiernos compiten por limpiar su expediente ante la historia.
El término es reciente, pero la
práctica es ancestral. Estados acusados de crímenes de guerra, violaciones
sistemáticas de derechos humanos o políticas de apartheid han encontrado en el
deporte su mejor aliado para proyectar normalidad y respetabilidad. Israel, con
sus equipos ciclistas financiados por millonarios sionistas y su presencia
normalizada en competiciones internacionales, sigue el mismo libreto que otros
regímenes utilizaron en el pasado, con el agravante de que en el caso de Israel
asistimos en directo a la masacre.
Los Juegos Olímpicos de Berlín de
1936 fueron la puesta de largo de esta estrategia. Hitler utilizó la ceremonia,
los estadios y la cobertura mundial para camuflar el antisemitismo y presentar
una Alemania poderosa y civilizada. Funcionó: muchos países regresaron
convencidos de que las denuncias contra el régimen nazi eran exageradas.
La España franquista siguió
idéntico patrón. El fútbol, los eventos deportivos masivos y la Eurocopa de
1964 sirvieron para proyectar una imagen de modernidad mientras se ejecutaban
presos políticos y se reprimía brutalmente cualquier disidencia.
La Carta Olímpica proclama el
respeto a los derechos humanos como pilar fundamental del movimiento olímpico.
Pero las instituciones deportivas practican un doble rasero escandaloso: Rusia
fue expulsada tras invadir Ucrania, mientras Israel mantiene su presencia pese
a las denuncias de genocidio en Gaza.
Cuando los ciudadanos protestan
—con banderas palestinas en los estadios, boicots a eventos o interrupciones
pacíficas— la respuesta institucional es predecible: se les tacha de violentos,
se cuestiona su coherencia por no protestar "contra todos los países"
y se invoca la sacrosanta "neutralidad política" del deporte.
Esta táctica busca un objetivo
claro: desviar la atención del mensaje —las violaciones de derechos humanos—
hacia el mensajero. Es más fácil atacar a quien protesta que responder a sus
demandas.
El derecho a la protesta no es
negociable. Quienes ejercen este derecho en los escenarios de mayor visibilidad
mundial cumplen una función democrática esencial: recordar que detrás de cada
bandera hay vidas humanas, y que algunos Estados las pisotean sistemáticamente.
Desacreditar estas voces es
perpetuar la impunidad. Es convertir el deporte en cómplice del silenciamiento.
Permitir que Estados infractores
utilicen estos escaparates sin consecuencias no es neutralidad: es complicidad.
Traiciona la memoria de quienes resistieron las dictaduras del pasado y la
esperanza de millones que ven en el deporte una plataforma para la justicia.
La historia no perdona a quienes,
teniendo la oportunidad de actuar, eligieron mirar hacia otro lado. Seguir
aplaudiendo en el palco mientras se niega la violencia estructural es renunciar
a la función crítica que exige el periodismo y reclama la conciencia social. La
historia juzgará no solo a quienes cometen las injusticias, sino también a
quienes, en nombre de la neutralidad, callan y legitiman el juego sucio de la
impunidad.
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