domingo, 23 de febrero de 2025

La disputa entre las rentas del trabajo y el capital

 

La disputa entre las rentas del trabajo y el capital: mecanismos de acumulación y resistencia social  


La creciente brecha entre las rentas del trabajo y las rentas del capital ha redefinido las estructuras económicas y sociales del siglo XXI. Mientras los salarios pierden peso en el reparto de la riqueza nacional, los beneficios asociados al capital —desde dividendos hasta plusvalías inmobiliarias— se consolidan como ejes de un sistema que concentra recursos en manos de minorías. Este fenómeno, analizado por economistas como Thomas Piketty, no es accidental: responde a una lógica estructurada donde el capital busca sistemáticamente detraer rentas del trabajo y acaparar bienes esenciales, desde la vivienda hasta los servicios públicos. En este contexto, instrumentos como las hipotecas, los alquileres desbocados y la privatización de servicios emergen como herramientas eficaces para perpetuar la desigualdad, mientras la precarización de lo público agudiza la fractura social.  


La dinámica estructural del capital: de la acumulación a la depredación  


El capitalismo contemporáneo ha perfeccionado mecanismos para transferir riqueza desde las mayorías trabajadoras hacia élites económicas. Como demostró Piketty en "El capital en el siglo XXI", cuando la tasa de rendimiento del capital supera persistentemente el crecimiento económico, la desigualdad se dispara. En España, este proceso se materializa en una caída del 1,6% en la participación de las rentas del trabajo en el PIB entre 2000 y 2025, acompañada de un aumento paralelo de las rentas de capital. Esta redistribución regresiva no es neutra: se sustenta en políticas fiscales que gravan menos las ganancias patrimoniales (23% máximo) que los salarios (43,5%), incentivando la especulación sobre la productividad.  


La financiarización de la economía ha exacerbado esta tendencia. Grandes fondos de inversión como Blackstone acumulan decenas de miles de viviendas para alquiler, transformando un derecho básico en un activo financiero. Simultáneamente, la reforma laboral de 2012 y la proliferación de contratos temporales han debilitado la capacidad negociadora de los trabajadores, facilitando que las empresas trasladen una mayor porción de sus ingresos a dividendos en lugar de salarios. El resultado es un círculo vicioso: el capital captura rentas, invierte en activos que generan más rendimientos, y consolida su poder para influir en marcos regulatorios que perpetúan su dominio.  


La vivienda: un campo de batalla entre derechos y especulación  


El sector inmobiliario ejemplifica cómo el capital convierte bienes esenciales en instrumentos de acumulación. En Madrid y Barcelona, los alquileres han subido un 58% entre 2013 y 2024, superando con creces el incremento salarial del 12% en el mismo periodo. Este desfase no responde solo a la ley de la oferta y la demanda: refleja una estrategia deliberada de acaparamiento. Fondos buitre y entidades bancarias controlan ya el 10% del parque de alquiler en ciudades principales, utilizando su poder de mercado para imponer precios abusivos. La compra de viviendas mediante hipotecas baratas —con tipos fijos alrededor del 3%— les permite obtener rentabilidades netas del 6-8% anual, financiadas por inquilinos que destinan hasta el 40% de sus ingresos al pago de rentas.  


Para las familias trabajadoras, la situación es diametralmente opuesta. Las hipotecas variables, vinculadas al euríbor, han elevado la carga financiera media al 25% de los ingresos en el quintil más pobre, limitando su capacidad de ahorro y exposición a crisis. Además, el requisito de aportar el 20% del valor de la vivienda como entrada excluye a un tercio de los jóvenes de acceder a la propiedad, forzándoles a un alquiler precario que drena sus recursos. Así, la vivienda deja de ser un derecho para convertirse en un mecanismo de transferencia de rentas: los hogares ceden una porción creciente de sus salarios a tenedores de capital, que reinvierten esos flujos en ampliar su patrimonio.  


Servicios públicos: diques contra la desigualdad y víctimas del acaparamiento  


Los servicios públicos representan el principal contrapeso a esta dinámica depredadora. Sistemas sanitarios y educativos universales mitigan las desigualdades de origen, ofreciendo oportunidades vitales independientemente del nivel de renta. Sin embargo, cuatro décadas de privatizaciones encubiertas —desde concertaciones educativas hasta externalizaciones sanitarias— han erosionado su capacidad igualadora. En Euskadi, por ejemplo, el 70% de las residencias de mayores están gestionadas por empresas privadas que priorizan el recorte de costes sobre la calidad asistencial, perpetuando modelos laborales precarios.  


La mercantilización de la salud ilustra este retroceso. Las listas de espera en la pública —que superan los seis meses para especialidades como traumatología— empujan a un 28% de la población a contratar seguros privados, segregando el acceso por capacidad económica. Esta dualidad no solo agrava las desigualdades: también desvía recursos públicos hacia entes privados. En Madrid, la construcción de hospitales mediante concesiones público-privadas (CPP) ha multiplicado por tres el coste por paciente respecto a la gestión directa, desviando 1.200 millones anuales de las arcas autonómicas.  


La energía, otro servicio básico, sigue un patrón similar. Mientras las eléctricas obtienen beneficios récord —7.000 millones en 2024—, el 15% de los hogares sufren pobreza energética, incapaces de mantener temperaturas adecuadas en invierno. La falta de una empresa pública fuerte permite a oligopolios fijar precios abusivos, transfiriendo rentas desde consumidores a accionistas.  


Conclusión: Hacia una rearticulación del pacto social  


La disputa entre rentas del trabajo y capital trasciende lo económico: define qué modelo de sociedad queremos construir. Frenar el acaparamiento requiere políticas audaces. En fiscalidad, equiparar los tipos impositivos de rentas del capital y trabajo —eliminando privilegios como la exención de plusvalías por reinversión— podría recaudar 15.000 millones anuales para reforzar servicios públicos. En vivienda, limitar la propiedad corporativa y establecer alquileres máximos vinculados a salarios medianos redistribuiría poder hacia inquilinos.  


Pero la clave radica en revertir cuatro décadas de privatizaciones. Recuperar la gestión pública de hospitales, escuelas y energéticas no solo mejoraría la eficiencia —como demuestran países nórdicos—: reconstruiría el tejido social. Solo un Estado fuerte, capaz de garantizar derechos básicos fuera del mercado, puede equilibrar la balanza entre capital y trabajo. La tarea es monumental, pero necesaria: como advirtieron seis relatores de la ONU en 2025, sin servicios públicos robustos, la próxima crisis climática o pandémica convertirá desigualdades actuales en abismos insalvables.




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